Ciencia

Ingrid y los mosqueteros del píxel

Ingrid y los mosqueteros del píxel

Este que termina ha sido un curso extraño, extrañísimo, para todos. Los que nos dedicamos a la maravillosa tarea de tiza y pizarra (o pizarra digital) no hemos podido desde marzo observar las caras de nuestros estudiantes para tratar de intuir sus dudas, su aburrimiento o, lo mejor de todo, su sorpresa ante un razonamiento matemático (en mi caso). Creo que todos, o la mayoría, lo hemos echado de menos. Pero, también en mi caso, lo que me ha dado más pena, profesionalmente hablando, es ir eliminando de mi agenda las charlas apologéticas de matemáticas para estudiantes de primaria y secundaria. En muchas de ellas, sobre todo las de secundaria y bachillerato, les digo a los alumnos que cada vez que envían una foto por Whatsapp o a Instagram deberían hacer un genuflexión, mirando hacia la Universidad Duke, y agradecer a Ingrid Daubechies sus trabajos en compresión de imagen que le permiten hacerlo. No es la única que ha trabajado en ello, por supuesto, pero sí es aceptado que sus estudios y resultados en ondículas (wavelets en inglés) fueron fundamentales para mejorar la compresión digital en imágenes.

¿Cómo? Seguro que les suenan los archivos JPEG (o JPG) porque son un formato habitual para guardar imágenes y enviarlas. En realidad, JPEG es un método de compresión de las imágenes para que ocupen menos espacio de memoria y sean menos pesadas para poder enviarlas. En pocas palabras, lo que hace el sistema JPEG es hacer operaciones sobre los valores asociados a su foto para que muchos de estos números sean iguales o cercanos a 0 y poder pasar de ellos.

Pero se puede hacer aún mejor y aquí llega una de las protagonistas de esta historia, a la que ya hemos mencionado: Ingrid Daubechies. Porque gracias a los trabajos de Daubechies sobre ondículas se puede mejorar este sistema de compresión de imágenes, el JPG (o JPEG), con otro método, el JPGE 2000. Bastaría, básicamente, con sustituir algunas de las operaciones mencionadas por la introducción de dichas ondículas.

Gracias a los trabajos de Daubechies se puede mejorar el sistema de compresión de imágenes, el JPG

Pero, ¿qué son las ondículas? En realidad, no es fácil explicar qué son las ondículas para un público en general porque se precisan unos conocimientos matemáticos previos avanzados en esta disciplina pero vamos a intentarlo, ¿quién dijo miedo?

Vamos a viajar en el tiempo hasta el siglo XIX. No olviden su mascarilla, por favor. Allí nos encontraremos con Joseph Fourier, ilustre matemático (bueno, y físico) francés que concibió una maravillosa teoría que, entre otras cosas, permite que algunos cantantes puedan enderezar sus entuertos usando el Auto-Tune.

La brillante idea del señor Fourier consistía en describir funciones complicadas usando superposiciones de otras funciones mucho más sencillas: las funciones seno y coseno. Una función la podemos pensar como una curva dibujada en el plano, como la que, lamentablemente, ha sido famosa este año y que representaba el número de enfermos con covid19. Aquella que teníamos que achatar para no colapsar nuestro sistema sanitario. Esta curva, la de enfermos de covid19, es muy simple, es como una montañita, pero algunos fenómenos, naturales o artificiales, se describen usando curvas mucho más complicadas, más enrevesadas, más artísticas. Por eso, el trabajo de Fourier tuvo (y tiene) tanto impacto; porque nos permite estudiar y tratar problemas más complicados en esencia con elementos más simples: las curvas de las funciones seno y coseno que son periódicas, muy redonditas, muy bonitas ellas.

Esta descomposición de curvas complicadas como superposición de curvas simples ha tenido (y tiene) infinidad de aplicaciones en nuestra vida cotidiana, más allá del Auto-Tune o el reconocedor de voz de nuestros teléfonos.

Sin embargo, esta descomposición no refleja bien algunos fenómenos en los que la curva que los describe tiene comportamientos extraños, como pueden ser saltos bruscos. Este tipo de curvas con anomalías bruscas aparecen al describir movimientos sísmicos o en señales con variaciones muy pronunciadas, por ejemplo.

Aquí llegan las ondículas. La idea es la misma: descomponer la curva que describe una señal (puede ser una imagen o un sonido) en distintos trozos más pequeños (de ahí el diminutivo de ondículas) centrándose, especialmente, en los cambios bruscos o en funciones que no son periódicas (que no se repiten en el tiempo). Miren, estas que siguen llevan el nombre de nuestra primera protagonista, son ondículas Daubechies.

 

En esto andaban Ingrid Daubechies y sus colegas, Alex Grossmann y Jean Morlet, tres de los investigadores pioneros en la teoría de ondículas. Y entre otras aplicaciones, estas se usaron para la técnica de compresión JPEG 2000 que, aunque se usa menos que la JPEG porque es más complicada y no siempre necesitamos tanta calidad de imagen, suponía un importante avance en el tratamiento de imágenes digitales en aquellas situaciones en las que se precisara mayor definición o, simplemente, visualizar con máxima calidad algún trozo de la misma. Por ejemplo, en la imagen médica para el diagnóstico de enfermedades, que no es asunto baladí. Las mejoras del JPEG 2000 frente al JPEG son, entre otras, que el primero permite la compresión con o sin pérdida de definición mientras que el segundo siempre lo hace con pérdida, su capacidad para mostrar imágenes en diferentes resoluciones y tamaños desde el mismo archivo de imagen, la posibilidad de seleccionar solo un área determinada de la imagen para verla en alta calidad, la resistencia a errores (al descargar una imagen comprimida con JPEG 2000 se minimiza el ‘ruido’ producido por la descarga con lo que se consigue una imagen más parecida a la realidad).

Volvemos a viajar en el tiempo, siempre con mascarilla, hasta 1984. El segundo protagonista (por orden de aparición) estaba esperando en una fotocopiadora de la Escuela Politécnica de Palaiseau cuando uno de sus colegas de edificio, un físico, estaba imprimiendo un artículo sobre una nueva técnica para descomponer las señales sísmicas complejas registradas en los terremotos. Se lo pasó a Yves Meyer, un hombre inquieto y curioso donde los haya, y surgió el amor de este por las ondículas. Como un adolescente enamorado e ilusionado, Meyer cogió un tren con destino a Marsella para conocer a los autores del artículo que, como ya habrán podido imaginar, eran Ingrid y sus colegas. Aquel encuentro impulsivo (refiriéndonos a la curiosidad de Meyer) trajo como consecuencia que este matemático francés aportara a la teoría de ondículas nuevos y fascinantes resultados que, entre otras cosas, permitieron a LIGO (en julio de 2012) escuchar, en medio del estridente ruido del Universo, el ‘murmullo’ gravitacional de aquellos dos agujeros negros que juguetearon (hasta fundirse) hace 1300 millones de años.

Parafraseando al propio Meyer, las ondículas nos permitieron escuchar lo que no oímos y, añado, ver lo que no vemos, ya que su colega Daubechies las usó para detectar falsificaciones de cuadros de Van Gogh sin más que caracterizar las ondículas propias del estilo de don Vicent.

El mundo es maravilloso, en general, y espero, a estas alturas del artículo (si siguen por aquí), haberlos convencido de que las matemáticas también, en particular.

Me pongo ahora en el papel de abogado del diablo y hago la siguiente reflexión: si el sistema JPEG consiste en ‘tirar’ muchos de los datos ¿para qué, entonces, necesitamos capturar millones de píxeles? ¿No sería maravilloso poder reproducir imágenes sin más que almacenar en memoria los datos que sean relevantes? Eso nos permitiría, por ejemplo, recoge señales desde satélites sin necesidad de sensores con demasiada capacidad o realizar resonancias magnéticas con menor tiempo de exposición del paciente. Y, ahora, la pregunta más importante: ¿se puede hacer?

Como también habrán adivinado la respuesta es sí y esto nos lleva a presentar a los otros dos protagonistas de esta historia matemática: Emmanuel Candès y Terence Tao.

Comencemos con el primero, el matemático francés Emmanuel Candès. Volvemos a viajar en el tiempo, esta vez vamos aquí al lado: a febrero de 2004. Nuestro protagonista estaba ‘trasteando’ con una imagen: el fantasma de Shepp–Logan, una imagen estándar utilizada para probar algoritmos en tratamiento de la imagen. Es esta:

Candès estaba experimentando con una versión muy corrupta de esta imagen, con el fin de simular las imágenes ruidosas y borrosas que se obtienen cuando, por ejemplo, una resonancia magnética no se ha hecho bien por falta de tiempo de exposición o movimientos del paciente. Pensó que usando una técnica matemática clásica, la minimización L1, podría limpiar un poco las rayas y con ello diseñó su algoritmo allá por 2004. Presionó una tecla y el algoritmo se puso a trabajar. Esperaba que el fantasma apareciera en su pantalla un poco más limpio pero, de repente, lo vio claramente definido en cada detalle, reconstruido, como por arte de magia, a partir de muy pocos datos. Sí, él también se sorprendió, era algo tan ‘imposible’ como tratar de adivinar los 10 dígitos de una cuenta bancaria conociendo solo los 3 primeros, pensó Candés. Probó entonces con distintas imágenes muy corruptas y ocurrió lo mismo todas las veces: el algoritmo las reconstruía perfectamente. Alucinante, ¿no creen?

Aquello era tan ‘imposible’ como adivinar los 10 dígitos de una cuenta bancaria conociendo solo los 3 primeros

No se vayan que aún hay más. Quiso la casualidad que los hijos de Emmanuel Candès fuesen a la misma guardería que los hijos de nuestro cuarto protagonista: Terence Tao, un genio de las matemáticas. Fue así como un día, cuando ambos se encontraron en la puerta de la misma dejando a sus peques, Emmanuel le contó a Terence la reconstrucción mágica, demasiado buena para ser cierta, que conseguía a partir de muy pocos datos de una imagen. Terence, como buen matemático escéptico, le dijo que eso había sido casualidad, que era imposible y que le encontraría algunos contraejemplos (imágenes en las que no funcionaría el método de Candés). Pero no, ninguno de los contraejemplos de Tao servían para desechar el método y Tao acabó admitiendo con un “quizás tengas razón”. Y, claro, tratándose de Terence Tao, una de las mentes matemáticas más rápidas del mundo, en unos pocos días Candés y él comenzaron a esbozar la primera teoría general sobre detección o recepción comprimida (compressed sensing en inglés).

¿De qué va esto de la detección comprimida? Bueno, creo que ya lo hemos adelantado un poco, de poder reconstruir imágenes a partir de muy pocos píxeles. Es decir, de alguna manera, guardar solo los píxeles que serán relevantes para la reconstrucción posterior de la imagen o solo las notas relevantes de alguna melodía que queramos reconstruir. Sí, parece imposible pero funciona en la inmensa mayoría de los casos. Esto, entre otras cosas, serviría para llevar en el bolsillo una cámara de 1 solo pixel que no sé si tendrá alguna utilidad interesante pero es lo más frikie que se me ocurre ahora mismo, pero supone una revolución en el campo de la resonancia magnética porque con pocas imágenes (poco tiempo de exposición del paciente) se podrían conseguir imágenes de calidad para el diagnóstico. También, en este mismo sentido, permitiría, por ejemplo, en países en desarrollo diagnosticar con aparatos de menos complejidad y menos coste. También permitiría, como ya se ha dicho, reconstruir señales (imagen, sonido o radio) recogidas por sondas espaciales sin necesidad de que los sensores en estas necesiten mucha capacidad de almacenaje; bastaría con que enviasen pocos datos para que se reconstruyeran aquí.

Por otra parte, el espectro visible al ojo humano es el mismo en el que el silicio es sensible, por eso es barato construir cámaras de fotos con muchos píxeles. Pero fuera del espectro visible es carísimo, por eso fuera de dicho espectro es mucho mejor utilizar las técnicas de Candés y Tao.

Y, para no terminar este artículo sin volver a mencionar el contexto histórico que nos ha tocado vivir, también se podría usar (o eso aseguran aquí) para mejorar y acelerar los test masivos de covid19.

Y hasta aquí la historia de Ingrid y los tres mosqueteros del píxel que les quería contar. Si he usado la referencia a don Alejandro Dumas ha sido, básicamente, para que este artículo tenga nombre de mujer. No intenten otras lecturas porque no las hay. Como ya dijera Silvio, ilustre rockero de La Roda de Andalucía, no busques más que no hay.

Por cierto, a Ingrid Daubechies, Yves Meyer, Emmanuel Candès y Terence Tao se les concedió el pasado martes el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2020 por los trabajos que les acabo de comentar (sin profundidad). Creo que no hace falta decir que ambas líneas de trabajo, la de las ondículas y la de la detección comprimida, forman un tándem perfecto para mejorar nuestras vidas, desde permitirnos ver cine digital hasta mejorar nuestros diagnósticos médicos.

Las matemáticas son, sin duda, una de las herramientas más poderosas que tenemos para hacer de este un mundo mejor, más justo, más solidario, más humano.

Cuando se hizo pública la decisión del jurado (del que he tenido la suerte de forma parte) me puse a cotillear cuánto hacía que no se concedía este premio a las matemáticas. La única vez fue en 1983 y se le otorgó a Luís Santaló, posiblemente el mejor matemático español del siglo XX (condenado al exilio por el franquismo), por sus investigaciones en Geometría Integral. Déjenme que reproduzca aquí una reflexión, que comparto, del propio Santaló en 1982:

Cuando se habla de los recursos de un país hay uno, por lo general escaso, que no es costumbre mencionar: los talentos matemáticos. Todo niño capta lo esencial de nuestra ciencia, pero solo algunos, naturalmente dotados, llegarán a destacarse o intentar una labor creativa. Sabemos que se manifiestan a muy temprana edad y si no se los educa se malogran luego; es deber de la escuela descubrirlos y guiarlos; es obligación de la sociedad el ofrecerles oportunidad para su desarrollo. El resto de los ciudadanos, sin esa capacidad o esa vocación especiales, debe, sin embargo, aprender toda la matemática necesaria para entender el mundo que vivimos. Desconocer el lenguaje a que aspiran las ciencias y usan las técnicas es encerrarse en una manera de analfabetismo que un país civilizado no puede tolerar. Aquí el precio de la incuria es la dependencia, la pérdida de la soberanía.

Ojalá este Premio consiguiera darle a las matemáticas el lugar que merecen en nuestra sociedad, en nuestra cultura, en nuestra ciencia. Y, puesta a soñar, que la sociedad, en general, y las administraciones, en particular, se planteen, al menos, mover ficha no solo para detectar los talentos matemáticos sino también para que, como dice Luís, el resto de ciudadanos adquiera los conocimientos matemáticos básicos que nos hacen a todos menos manipulables y más libres.

Esperaba que la crisis que nos ha tocado vivir este año nos haría reflexionar sobre cómo la ciencia y la tecnología son las riquezas más robustas de un país y no el turismo o el ocio.

A veces me paso de ingenua. Con lo vieja que soy.